AROMAS DE INFANCIA
Para mis hermanas, a las que adoro por encima de todas las cosas, bellas y únicas:
Hoy he amanecido algo más tarde de lo habitual. David ya se
ha levantado y está preparando café para los dos. El olor del desayuno, sale de la cocina, recorre el
pasillo, se cuela por debajo de la puerta de la habitación y viene a
despertarme, suave y meloso. Medio
dormida, exhalo profundamente. “mmmm, qué
bien huele”. Arrebatada por su
intensidad le dejo pasar, y es entonces
cuando se apodera de mi mente aletargada.
Sigue su camino, y curiosea en los vericuetos de mi memoria. Descubre vivencias pasadas que rescata, las sacude y coloca en mi cabeza, para terminar de despertarme.
Ante mí se presenta como un flash
aquella invernal mañana. Yo no tendría más de tres o cuatro años. No es un
recuerdo fuerte. No es triste ni alegre. No marcó una tragedia ni fue el
preludio de buenaventura. Es una evocación sencilla y muy significativa.
Debía de ser sábado o domingo… ¿quién
sabe? Pero seguro que era fin de semana,
porque la prisa no se dejaba ver por los pasillos. Mi madre estaba en la cocina preparando el
desayuno; mi padre, como casi siempre,
estaría trabajando. Me desperté con aquel pijama de algodón blanco y nubes
azules, y un sudorcito adormilado con olor a leche. Mi piel aun olía así.
Fui desperezándome sigilosa hacia donde escuchaba el bullicio de
mi familia. Mamá bregaba con las dos para que pusieran la mesa del desayuno. De
la cocina salía una zarzuela de aromas: olor a café, a leche caliente
con colacao, a tostadas recién hechas… hasta podía notar el sabor de las
galletas con mantequilla que ella estaba
untando para mí. ¡Era mi desayuno preferido!
Entré… y allí estaban las dos. Con los pelos
enmarañados, con sus caras de sueño, y sus batas abrochadas. Se giraron al
sentirme y corrieron risueñas hacia mí.
Yo me sorprendí muchísimo. Quizá
era la edad en la que una empezaba a entender de sentimientos. Al acordarme de
aquello ahora, renace en mí la misma sensación maravillosa: el sentirme tan querida por mis
dos hermanas mayores, como si fuera consciente por primera vez de lo que
significa la palabra amor. Y eso que la mayoría de las veces no paraban de chincharme, y se
molestaban cuando tenían que encargarse de mí. Ambas intentaron cogerme en
brazos. Pero claro, yo no podía partirme en dos. Y entonces fue cuando ocurrió:
«A ver, ¿Con quién te vienes, con Ana o
conmigo?»- Preguntó Beatriz
Sin quererlo, mi hermana estaba haciendo
una pregunta que para mí supuso un torrente de nuevas sensaciones: ternura,
compasión, cariño... No podía elegir entre una y otra. Durante unos segundos
que parecieron décadas, intenté decidir y… ¡me daba tantísima pena abandonar a
cualquiera de las dos! Pero ella insistió y yo señalé.
No recuerdo a quién escogí; pero
sí el ir en volandas prendida de unas manos que me alzaban hacia el techo,
mientras miraba a la que se quedó, sintiendo una pena infinita por no haberla podido señalar también.
Evocando hoy ese recuerdo puedo percibirlo tal cual en mi pecho. Es como un
pellizco que se quedó enganchado por siempre en mí. A lo mejor las imágenes
están mejoradas por los engranajes de mi mente; igual las batas no estaban
abrochadas, o mi padre sí estaba ese día. Lo que quedó intacto es la sensación abrumadora de
amor y aflicción que me invadió. Puedo garantizar que, más que un dibujo tejido
para dar forma a mis memorias, lo que perdura en mí, es un calco estampado con
precisión de lo que sentí en aquella mañana.
Me levanto con una sonrisa ante
tal recuerdo. Camino al encuentro de David, que me está esperando para
desayunar, y en mi cabeza, ya se desdibuja una niña pequeña, que relame los bordes de sus
galletas. Sin duda, ha sido un buen despertar.
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