La anciana ríe por lo bajo. Su pelo blanco y sedoso se recoge en una trenza larga y ladeada. Un sombrero de paja con un lazo azul la protege del sol. Sus arrugas son como savia que recorren su piel, declarantes del paso del tiempo. Hay un señor que siempre se sienta a su lado en el banco. Su nariz aguileña asoma por debajo de la gorra, protegiendo unos labios que en su día fueron tiernos y pronunciaron su nombre. Él siempre está risueño. Una flor en sus manos empieza a marchitarse. Su tiempo también es corto. Mira con cariño a la anciana, que sonríe al observar de reojo la rosa caída. Sus caras se juntan en un intento de fundir sus mentes y que recuerde. Frentes amables que buscan cobijo. Ella coge un pequeño espejo que lleva en su bolso. Pinta sus labios de abril mientras se recoge un mechón cano y suelto. Al ver su reflejo frunce el ceño. « ¿Quién eres? », se pregunta. No quiere pensarlo. Es su primer amor y un rubor adolescente la enciende. — Soy yo mi amor — susurra él m
Ella se desconcertó cuando vio el sobre encima de su escritorio. Más que nada porque desde el principio pensó que era misión imposible. Pero allí estaba… por fin, cuando estaba a punto de darlo todo por perdido. Le había costado muchos meses conseguir aquello, buscando en archivos, consultando ayuntamientos, escribiendo a posibles familiares, preguntando a vecinos de su pueblo…. Ya pensaba que, de existir algo de lo que buscaba, no iba a dar tiempo, que su abuelo se marcharía para siempre antes de poder darle aquella sorpresa. Abrió aquel sobre despacio, como quien tiene un tesoro mágico y teme que desaparezca. Junto a la foto había una nota en la que explicaba quién era, de esa imagen, el hombre que estaba buscando. En ella se podía contemplar la figura de un chico junto con otras personas adultas que, supuso, se trataría de los tatarabuelos y más familiares. La foto en blanco y negro y medio borrosa, posiblemente sería la única imagen que se tenía de él. La devastaci
Ahora tendrías setenta y nueve años .Me da cierto vértigo pensar en ello, porque en mi mente te quedaste como una imagen pausada en la televisión: tus ojos no cambian, el mismo número de canas que se vislumbran bajo el tinte rubio, la misma comisura en tu sonrisa, tu sentido del humor, tu genio invariable, tu dulzura intacta, tal cual, ni más ni menos. Así estás guardada, año tras año, en esta caja rota que tengo por cabeza. Y sí, me da cierto vértigo no ser capaz de imaginarte de otra manera. Me pregunto a menudo cómo habrías sido. ¿Qué sentirían mis dedos surcando tus nuevas arrugas? ¿Cómo habría cambiado el tono de tu voz? ¿Serías aún más pequeña y achuchable? A veces te imagino a mi lado charlando, más viejita y delgada. Otras llamándome por teléfono, preguntando por David, al que por cierto, estabas aún lejos de conocer. En ocasiones recreo nuevas vivencias… No son cosas especiales, sino más bien algo cotidiano; pequeños gestos diarios que no pudimos tener. P
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